La conmovedora historia de Walter
Cuerpo & Alma
Compartimos una anécdota relatada por el psicólogo argentino Miguel Espeche en su reciente visita a Montevideo
Texto: Martina Pérez
Hace algunas semanas Miguel Espeche, psicólogo argentino, entrevistado por La Citadina (Click aquí para ver la nota anterior), estuvo en Montevideo. Miguel vino a dar una charla invitado por un colegio. Al atardecer de un día primaveral, un centenar de padres, Dolores y yo escuchamos al autor de Penas de Amor y Criar sin miedo disertar, con su característico humor y sentido común, acerca de temas como la educación, la relación entre padres e hijos, los vínculos sociales y los tiempos modernos.
Entre las múltiples anécdotas que Miguel contó al público quiero compartir con ustedes una en particular, publicada en su libro Penas de Amor. Es la historia de una persona que se hizo a sí misma; que no tuvo siquiera la oportunidad de enfrentarse al dilema de “dejar de ser hijo” para “empezar a ser padre”, para asumir su adultez y una paternidad responsables (desafío que el mismo Miguel señala como necesario y saludable llegado cierto momento de la vida).
Con ustedes la historia de Walter, quien creció en un orfanato.
Entre el solista y la soledad
Por Miguel Espeche
“Walter, un hombre de 25 años que en su Montevideo natal creció en orfanatos, fue abandonado por los padres al nacer. Cuando lo conocí se había convertido en el mejor vendedor puerta a puerta de una empresa de planes prepagos de odontología. Estaba casado y era padre de dos hijos.
Con un don excepcional de la palabra, vendía planes hasta a las piedras y conseguía que las personas más frías y distantes, las más temerosas de los dentistas, las más tacañas… todas se avinieran a sentir que la dentadura era lo más importante del mundo. Para cuidarla, remataba él, nada mejor que lo que les proponía.
Morocho, de complexión gruesa y con el porte de un caballero británico en versión oscura —de hecho, era profesor de inglés—, recorría las calles más lejanas de la ciudad y se hacía querer tanto por los vecinos que adquirían los planes como por los directivos de la empresa, que veían engrosar la lista de afiliados gracias a él.
La herida de Walter estaba en su origen. Únicamente se enteraba de eso la persona que él lograba estimar lo suficiente como para referirse al asunto. Hablaba entonces con una mezcla extraña de orgullo y pena de sus primeros tiempos y, a veces, de sus dolores y de sus miedos.
Asilos y varios hogares sustitutos no podían reemplazar el amor de los padres que, según él veía, habían tenido la gran mayoría de personas que lo rodeaban. A veces sentía vergüenza; otras, orgullo. Se podían intuir esos sentimientos —contradictorios sólo en apariencia— cuando entre risas se «mandaba la parte» con su perfecto inglés oxfordiano. Lo hacía ante los compañeros que lo escuchaban absortos en las charlas previas al inicio del «timbreo», en el barrio del Cerro.
La vergüenza era por el abandono que había sufrido y la sensación raída que eso siempre deja. El orgullo, que le levantaba la frente y le iluminaba la mirada, era por el camino recorrido y por haber conseguido criar dos chiquitos con la mujer querida.
No era un hombre de quejarse. Su pena había sido su aliada, el motor para alcanzar logros que eran palpables, indiscutibles, y que lo colocaban en un nivel laboral e intelectual superior al de la mayoría de sus colegas.
Cuando lo conocí, trajinando las calles ventosas del invierno montevideano, me alegré y me enorgullecí de que me contara su historia y de poder testimoniar sus logros. Le veía el dolor, lo llevaba junto, entrañablemente junto, al amor por lo que hacía y por lo que había conseguido en la vida. En su momento pensé en lo bien que le haría poder descansar o llorar o aflojarse de tanta exigencia. Habría sido como ofrecerle un respiro a ese chico que con uñas y dientes se abrió camino para lograr pan y afecto.
De hecho, lo habitual es que las personas reproduzcan en la vida los modelos de amor que recibieron. Walter, sin embargo, construyó con retazos su propio modelo. A veces, en su pretensión británica, se veía el esforzado afán por encontrar un orden al cual someterse para poder desplegar dentro de él su identidad. Se había puesto las ropas de «gentleman» porque le gustaban y porque las prefería a las imágenes deshilachadas que lo acompañaron en la infancia. Sobre esa «piedra» construyó un edificio y lo llenó luego con su propio carisma y habilidad para manejarse en la vida.
Era un hombre meticuloso y con esa modalidad educaba a los hijos. La mujer lo admiraba y él hacía todo lo posible para alimentar ese sentimiento. Tomaban el té a las cinco y todos, antes de dormir, decían sus oraciones.
Decía más arriba que yo habría querido que ese niño que fue Walter tuviera la oportunidad de llorar y desahogarse. Habría sido algo «perfecto» para alguien que, como yo, veía la cuestión desde los ideales y no desde las realidades. Pero la tristeza que le vislumbraba era el precio del camino. Quizás algún día el sentimiento encontraría un cauce y dejara de estar «guardado» celosamente dentro del corazón de su dueño.
Pero él lo haría cuando fuera pertinente. O no lo haría nunca, lo que no desmerecía la dignidad de su vida y la enseñanza que me dejó para siempre acerca de los caminos del dolor y de las mil maneras en que el amor nutre a quien sabe verlo en la vida misma y lo toma en el lugar en donde está.
Walter, el mejor vendedor de servicios odontológicos de Montevideo, era un hombre que supo construir su libertad. Supo crear sus raíces allí en donde no las había y supo tallar su pena de amor originaria dándole la forma de un destino en el que habitaban sus hijos. Ellos sí tendrían casa y afecto, además de una estirpe de la que podrían sentirse orgullosos. Ellos sí, cuando les tocara salir a la vida, podrían contarle al mundo quién era el padre”.
Releo la historia relatada por Miguel y pienso que Walter no heredó nada. Por supuesto que no recibió bienes materiales de sus padres, pero tampoco “pistas”, consejos ni ejemplos de vida. Tampoco heredó sombras ni mandatos. Desde allí, desarrolló sus habilidades, construyó sus propias herramientas para enfrentar crisis, frustraciones, pérdidas. Walter se forjó al sol de ausencias y dificultades. Y así se convirtió en autor de su propio legado.
Creo que si pensamos detenidamente todos conocemos algún Walter. Personas a las que les faltaron pilares importantes y aun así, contra todo pronóstico, salieron adelante. Por eso creo que la historia que Miguel rescata de este señor representa esos textos que bien podrían guardarse en nuestras mesas de luz, cuando estamos desorientados, a veces ahogándonos en vasos de agua, y necesitamos echar mano a ejemplos de vida a modo de salvavidas.
Pero entrelíneas leo algo más. Creo que hay algo maravilloso en la historia de Walter, más allá de lo esperanzadora (y tranquilizadora para aquellos padres que nos creemos irreemplazables e indispensables: el saber que hasta en casos extremos de ausencia los hijos pueden salir adelante).
Personalmente, la historia de Walter también me pareció de algún modo liberadora. Entre tanto dolor y tristeza que sin dudas atravesó, se percibe también la certeza de que todos tenemos el poder de construir nuestro propio legado, que las sombras y los mandatos a veces pesan pero ¡qué fascinante desafío tomarse la vida como una hoja en blanco!; agradecer y tomar parte de lo aprendido y heredado, descartar aquellas letras que no nos salen o no nos gustaron, y animarnos a ensayar nuestros propios garabatos.
En este sentido, la historia de Walter para mí es una historia de creatividad, de orgullo y de profundo amor incondicional. Ese amor del que tanto hablamos de padres a hijos y que Walter, sin heredarlo, lo encarnó en (creo yo) el mayor vínculo, ese que sienta todas las bases para futuros intercambios. El amor incondicional hacia uno mismo.
Contacto:
Miguel Espeche
www.miguelespeche.com.ar
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Acerca del autor
Me llamo Dolores de Arteaga y soy del 70. Amo la vida, con sus dulzuras y sus sinsabores, con mi pasado y mi presente. Tengo un largo camino recorrido como mujer y como ser humano, con todo lo que estas palabras implican. Fui niña y adolescente. Soy hija y madre, mujer de mi marido y amiga. ¿Mi marido? Mi pilar, el compañero que elegí desde que lo conocí, que nunca me cortó las alas para volar. ¿Mis hijos? Son lo más importante y fuerte que me pasó desde que nací. ¿Mis amigas? Son del alma, fueron mi propia elección, son mi otro yo, ven la vida con mis mismos lentes. sobremi Fui maestra, dueña de una tienda de segunda mano y ahora soy bloggera. Siempre digo que mis ciclos duran diez años; me gustan los cambios, reinventarme cada tanto. Me parece que las mutaciones forman parte del movimiento y de la riqueza de la vida. A partir de los 40 sentí que estaba empezando la otra mitad de mi existencia y se me despertaron gustos e intereses que quizás estaban dormidos. Me siento más entusiasta ahora que a los 20. Se preguntarán “¿qué se le dio por hacer un blog?”. Tengo intereses de todo tipo. Considero que leer es uno de los placeres de la vida, que el arte nos estimula los sentidos y que viajar nos enriquece el intelecto y el alma. Siempre me gustó descubrir la otra cara de las ciudades, hacer hallazgos donde no es fácil identificar a primera vista, descubrir y redescubrir lugares, conocer a la gente, estudiar la naturaleza humana en sus diferentes realidades, hurgar un libro hasta el cansancio, improvisar críticas de cine de lo más personales con amigas, salirme del clásico circuito pautado por unos pocos y estar pendiente de qué se puede hacer acá, allá o donde fuere. Pero sobre todo, me gusta reírme, y si es a carcajadas, mejor todavía. También soy una máquina de registrar datos. Siento un disfrute especial cuando lo hago. Mis amigas me llaman las “páginas amarillas”. Y hasta acá llegué para no aburrirlos hablándoles de mi. ¡Entren a descubrir el blog! ¡Para mí es un verdadero disfrute hacerlo!
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